
Façana del Centre Autogestionat T28 de Milà, Itàlia.
Sucesivas crisis económicas y desbarajustes globales han generado una atmósfera de incerteza, de precariedad y cierto miedo al porvenir. El temor se asocia generalmente a cuestiones materiales: pérdida de trabajo, pérdida de capacidad adquisitiva y de estatus, pérdida de casa. Sin embargo, el debate político gira predominantemente en torno a presupuestos posmateriales. Para Daniel Bell (2006), estos registros de acción colectiva aparecen en las sociedades posindustriales, en las cuales las prioridades valorativas básicas se transforman desde el materialismo al posmaterialismo, ligado a la autoexpresión y la identidad (Inglehart, 1991).
No en vano, se habla de ideas de izquierda y valores de derecha, a la que se relaciona con vectores fuertes y emocionales, viscerales. Ciertamente, también la izquierda dispone de valores tractores (emancipación, justicia, igualdad), pero en los debates actuales el marco de los valores corpóreos lo lleva la derecha. Estos valores apelan a lo «tradicional» junto con la seguridad, el arraigo y la «patria».
A lo largo de la historia, el tipo de vínculo que cementa la sociedad ha ido mutando. Con el advenimiento de la modernidad, y una vez desprendidas las antiguas redes de dependencia personal propias de la sociedad del antiguo régimen, los individuos podían aspirar a una existencia regida por el anonimato y sus propias normas (Ortiz Leroux, 2006). Ferdinand Tönnies lo teorizó como el paso de unas formas de organización social comunitarias a unas asociativas. Las comunidades de origen dejan de ser el presupuesto sobre el que se erige el relato personal, la narrativa sobre uno mismo. Los lazos comunitarios se debilitan y la autoconstrucción del yo se individualiza, estableciéndose uniones entre personas a través del contrato y el acuerdo, basadas en el interés individual (de orden cultural, deportivo, político, etc.).
Ahora, este vínculo vuelve a cobrar una naturaleza ineluctable, en cuanto se propugna que ya no podemos definirnos por vínculos libres (asociativos), sino por vínculos obligatorios, como nuestro lugar de nacimiento, nuestro color de piel o una religión. Así es como el discurso de la ultraderecha ha pasado a definir el sustrato común europeo como cristiano y no como grecolatino, por ejemplo. Los grupos identitarios, la patulea núcleo de la ultraderecha, al menos en Europa, nos abocan a comprender nuestra existencia social embebidos forzosamente en este inevitable destino compartido.
Bajo este prisma, estos valores, más que posmateriales, son premodernos. De la mano de identidades irrefutables llevan la demanda y ofrecimiento de seguridad y de liderazgos fuertes. Tras la máscara obrerista, con la que aparentan defender las condiciones materiales de las personas más desfavorecidas, está la explotación del miedo —al diferente, a perder esa entelequia que es «lo normal» y «la vida de siempre», por caso—. Tanto la vindicación de lo identitario como de la seguridad tienen ese fuerte componente corporal, antes mencionado. Lo corporal exige valerse de las emociones, que se exacerban en base a eventos no necesariamente reales, como ocurre con la percepción de la degradación de la vida pública o el aumento de la inseguridad callejera. En este plano discursivo, en palabras de Bruno Patino, la democracia se puede volver «emocracia», donde no hay debate de ideas o incluso de opiniones, solamente debate de y desde la emoción (Manetto, 2023).
En esta deriva, catapultados desde la legitimidad de hacer lo que se siente, se presentan como universales y naturales opciones que deberían ser personales. Decisiones propias de cómo vivir se elevan a imperativos categóricos y acaban por publicitarse como totales; y por consiguiente, como totalizantes-totalitarias. Para esta labor pretenden apoyarse en el Estado y en su poder de coacción. La relación de la ultraderecha con las instituciones sigue los mismos patrones que el neoliberalismo: por un lado, reclaman la bajada de impuestos, una menor vigilancia estatal (en el pasado reciente, yendo en contra de las medidas sanitarias en la pandemia) y avientan el descrédito de las instituciones públicas (entre otras cosas, generando una «infoxicación» y un maremágnum que hace que la población con menor renta asuma que las instituciones no les escuchan y desincentiva su voto). Por otro lado, abogan por el fortalecimiento del aparato represor y de ciertas legislaciones: en el Estado español, el pin parental o el punitivismo exhibido para los casos de okupación.
La alianza con el neoliberalismo se produce, asimismo, en la abierta y entusiasta defensa del gran capital, lo que, una vez más, desmiente su pretendido obrerismo. Un hecho nada sorprendente, pues el capital siempre ha preferido soluciones autoritarias de derecha (y el fascismo, llegado el momento) en vez de la clase trabajadora o el pueblo organizado. Por eso, la ultraderecha tiene un claro sesgo aristocrático y de desprecio de lo que consideran vulgar, ya que se saben en el bando de la élite financiera y de los poderosos.
Otra de las similitudes con el neoliberalismo es el afán de establecer límites a la acción igualadora o protectora de algunas iniciativas colectivas o estatales. En nombre de una etérea libertad, privatizan lo público y el vínculo social, lanzándolo a las garras del «comunitarismo». En la práctica, la ley del más fuerte (por ejemplo, para familias adineradas, ganadoras desde un inicio en la falsa carrera de la meritocracia). Dentro del sistema capitalista, la ley del más rico, como titula Oxfam uno de los sus últimos informes.
No obstante, el mayor peligro de la disrupción ultraderechista es la asunción de su marco político por la mayoría de las fuerzas políticas y una mayoría de la sociedad. No se discute el sentido del discurso ultraderechista ni la forma autoritaria de ejercer lo político. Al contrario, se revalida su modo de entender el sentido común y se naturaliza un insano maniqueísmo entre aquello hegemónico y aquello minoritario. A pesar de su fingida indignación con temáticas «rompedoras» como los derechos sexuales o la perspectiva de género, el poso de lo establecido durante decenios y siglos ha seguido en la cultura y mentalidad colectiva, como un río subterráneo. Proclamar que estas novedades ya han reemplazado las maneras tradicionales de entender la sociedad es falso.
Revolverse, entonces, es un acto de puro cinismo, justamente para conseguir el apoyo de las personas descontentas de ese río subterráneo, que amenaza con volverse superficial, incluso en sus formas más perniciosas (con lógicas de expulsión y exclusividad, identidades cerradas, discriminación, etc.). Desplazado el terreno de juego, como afirma Elizabeth Duval a través del personaje del libro Madrid será la tumba, lo preocupante no son ellos, «lo preocupante es que su discurso esté en el de todos los demás, que su voz esté en todas las voces y que todo el mundo hable su lengua».
La lucha contra este emergente autoritarismo ultraderechista debe pasar por no rehuir estas tensiones, lógicas y normales, sino situar la raíz de estas en los elementos estructurales que las propician. Al mismo tiempo, debemos buscar espacios de encuentro y de reconocimiento mutuo, desde un intercambio honesto. Mientras permanezcamos en silencio ante su ofensiva, su mundo monocolor avanzará. Dar la batalla es no dejar confundirnos en su terminología, clamar que ciudadanía y nacionalidad o identidad e identificación no son, en absoluto, lo mismo. No dejar que nos arrastren a su fango y pugnar por fijar otros esquemas de pensamiento. En conclusión, tomando las palabras de José Ignacio Calleja, falta «reconocer la diferencia legítima de personas y pueblos, pero nunca defender la diferencia injusta entre ellos, la desigualdad».
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Aritz Tutor Anton
Aritz Tutor Anton es Licenciado en Geografía por la Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea y Doctor en Geografía por la Universitat Autònoma de Barcelona. Su investigación e intereses se centran en las ciudades, en sus transformaciones y las posibilidades sociopolíticas y culturales que propician, siempre a través de una [...]