Hirokazu Koreeda: tofu, dorayaki y soba

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Juan Gorostidi Munguia

 

Ante los reproches que Yasujiro Ozu recibía sobre el hecho de que, según cierta crítica, hacía siempre la misma película, el director respondía con inequívoca sorna: «Yo no soy más que un pequeño productor de tofu. Si se pide a un pequeño productor de tofu que prepare un plato de curry, o unas costillas de cerdo empanadas, nunca conseguirá que le salgan bien». La analogía culinaria tuvo cierto éxito. Tiempo después, Kon Ichikawa, ante la (aparente) variedad de sus films, fue acusado de ofrecer «tallarines, tofu, chuletas, ramen y sushimi, todos estos platos constituyen un menú excesivo para cualquier director».

Hoy parece que Hirokazu Koreeda ha heredado el trono de Ozu como principal productor de tofu: es decir, un autor de películas centradas en la familia japonesa. Temo que se trate de un reduccionismo excesivo y simplista, por no decir que es fruto de cierta desidia crítica. La obra de Koreeda aborda las relaciones familiares, cierto es, pero sus películas ofrecen unos intereses muy variados que trataré de deslindar en estas escuetas líneas: la reescritura del cine tradicional japonés (jidaigeki), la cosificación de la mujer o la ominosa presencia de la muerte de los seres queridos son solo algunas de las preocupaciones de Koreeda.

Koreeda tuvo un debut espectacular con Maboroshi (Maboroshi no hikari, 1995), una película extraordinaria que lleva tan al límite el rigor de sus postulados estilísticos que asombra el hecho de que sea una ópera prima (hasta ese momento, Koreeda había realizado tres documentales). Yumiko (Makiko Esumi, magnífica en su primera aparición cinematográfica) pierde a su marido, quien aparentemente se ha suicidado, y se queda sola con un bebé de tres meses y unos enormes sentimientos de culpa: ¿por qué se suicidó Ikuo, su esposo? Al principio del film, hemos visto al joven volver a casa en bici, jugando a echar carreras con un tren que circula cerca de su hogar; sin embargo, todos los personajes dan por sentado que el hombre se suicidó. También hemos compartido los amargos recuerdos de la Yumiko niña: su abuela se fue de la casa de sus padres «porque quiero morir en mi propia casa» y ella no pudo impedirlo. El timbre de la bici de Ikuo será el sonido que detone esos malhadados recuerdos y que hará que regresen en forma de pesadilla para atormentar a la protagonista. Pocos años después, Yumiko accede a un matrimonio concertado y, junto con su hijo, se va a vivir con su nuevo esposo a una pequeña localidad costera. Su marido es atento y cariñoso, su hijo enseguida hace buenas migas con su hermanastra, una chiquilla poco mayor que él, y los habitantes de la localidad la reciben con afecto. Tras unos meses de aparente felicidad, el pasado vuelve a atormentar a la muchacha: escucha el sonido del timbre de la bicicleta, se culpa por la muerte de su primer marido y se aterra ante la posibilidad de sufrir otra pérdida: el detonante de sus temores es el hecho de que una anciana pescadora se ha hecho a la mar en plena tormenta, tarda en regresar y todos los terrores suprimidos de Yumiko vuelven a aflorar. Incapaz de soportar el dolor, decide abandonar su casa. Está a punto de coger un autobús y alejarse, pero desiste y decide seguir a un cortejo fúnebre que desfila a lo largo de la costa. Su marido la encuentra y le revela lo que le ocurre: «Mi padre faenaba en el mar. Muy a menudo veía una luz centelleante en la lejanía; una luz que él creía que le llamaba. Puede que fuera esa luz lo que atrajo a tu marido». Este momento de catarsis se muestra en un plano muy lejano: las dos insignificantes figuras entre las rocas y el mar de fondo. Apenas hay primeros planos en el film (un plano de perfil de Yumiko, mientras va en el coche de la policía a identificar el cadáver de su esposo) y Koreeda mantiene escrupulosamente la distancia con lo narrado. Maboroshi dista de ser un melodrama convencional: los personajes principales visten casi siempre de negro (algo que apenas causa extrañeza en el espectador) en fondos y escenarios donde predominan los colores apagados y a veces se produce un súbito estallido de color; la cámara permanece inmóvil (salvo unas panorámicas de seguimiento: una que acompaña al joven matrimonio yendo en bici al comienzo del film y otra, muy bella, que sigue las evoluciones de los dos chiquillos mientras corretean por el borde un lago) y el director procura que el diálogo sea mínimo: lo importante aquí son las relaciones entre las personas (que, parece decirnos Koreeda, no necesitan mostrar de manera explícita sus sentimientos y emociones) y, sobre todo, el proceso de curación de la protagonista. Al término del film, se sienta junto a su suegro en la terraza de casa y exclama, feliz: «¡Qué día tan hermoso!». Y su suegro replica: «¡Qué estación tan hermosa».

After Life (Wandafuru raifu, 1998) ahonda en la «luz centelleante» que era la clave de Maboroshi. Un grupo de personas que acaban de morir entran en una institución donde se les instruye para que escojan un único recuerdo significativo de sus vidas (el título original, «Una vida maravillosa», es una obvia referencia al film de Capra It’s a Wonderful Life, 1946). Estas personas solo podrán llevarse a la eternidad ese recuerdo escogido. Los funcionarios que les atienden, jóvenes en su mayoría, intentarán ayudarles en su elección. De nuevo la iluminación es tenebrista, incluso en las breves escapadas al exterior del edificio-purgatorio, un lugar que parece un instituto construido en los años setenta, con mobiliario y artículos (como, por ejemplo, los teléfonos) que nos retrotraen a otra época —como los setenta videos, uno por año de vida, que le entregan al señor Watanabe, incapaz de hallar un momento relevante entre sus recuerdos—. Y una vez que esos recuerdos hayan sido escogidos, el personal de la institución rodará una recreación de esa remembranza, que se les proyectará a los fallecidos. Por tanto, tenemos varios rodajes de películas dentro de la película; y esas pequeñas filmaciones se llevan a cabo mediante métodos artesanales con grandes dosis de imaginación: un reflejo del magro presupuesto con el que debió contar Koreeda.

Los recuerdos, por descontado, son tan dispares como los personajes: un joven de veintiún años se negará a elegir, pretextando que no ha vivido lo suficiente; una chiquilla escogerá una excursión a Disneylandia con sus amigas, pero, conmovedoramente, cambiará ese momento por un instante en que, tumbada en el regazo de su madre, esta le acariciaba el pelo. Otros tendrán grandes dificultades para seleccionar un único recuerdo: bien por jactancia (como un presuntuoso Don Juan de mediana edad), bien porque consideran que sus vidas han sido un tanto insípidas. Poco a poco nos damos cuenta de que sus instructores son también muertos que no han deseado escoger y se han quedado en esa estación de tránsito para ayudar a los demás. Aquí Koreeda sí aproxima la cámara a los rostros de sus personajes: las entrevistas a las que son sometidos los recién fallecidos se muestran a menudo en planos frontales (se trata de actores no profesionales, mientras que sus tutores sí lo son), con lo que la empatía del espectador con estos seres tan distintos está asegurada, mientras que los consejeros permanecen a mayor distancia de la cámara, salvo Shiori (Erika Oda), quien es la única mujer del equipo y posee la doble función de transmitir una sensación de inutilidad a su labor (nunca expresada verbalmente) y de ser el hilo de unión con el espectador y la institución.

Tan solo seremos testigos de una de las recreaciones filmadas. Y esta será la que motive a uno de los instructores, Takashi (Arata Iura), a elegir su recuerdo: se ha enterado de que la viuda de uno de sus pupilos fue su antigua novia y que ella siempre le recordó. Y confesará las razones de su decisión a su escéptica compañera Shiori: «Es maravilloso saber que has hecho feliz a alguien durante tanto tiempo».

A pesar del argumento, en principio algo tétrico, After Life abunda en momentos humorísticos. Y el que al término de la semana todos hayan hecho sus elecciones nos transmite que, pese a los sinsabores y desgracias (muchos de los protagonistas sufrieron la II Guerra Mundial y la dura posguerra japonesa) esta vida, cualquier vida, merece la pena ser vivida; un contraste muy efectivo con la ambientación y el tono fotográfico escogidos por Koreeda, y por el carácter funcionarial de la institución (tratado por el director con cierta sorna): al final del film, comienza una nueva semana con una nueva remesa de muertos.

En Nadie sabe (Dare mo shiranai, 2004) Koreeda ofrece un desolador retrato de la soledad. Soledad encarnada por el pequeño Akira (magnífico Yuya Yagira), un chaval de doce años que, ante las ausencias de su madre, ha de hacerse cargo de sus tres hermanos pequeños. La llegada inicial de Akira y su madre a su nuevo piso marca el desarrollo del film: los otros tres hermanos están ocultos en maletas (los propietarios no hubieran alquilado el piso a una madre con cuatro críos pequeños). La madre es en realidad una mujer-niña: tan inconsciente e irreflexiva como una adolescente (la voz aguda y un tanto chillona de la actriz You recalca este aspecto de su personalidad), y dejará en manos del pequeño todas las responsabilidades. Y sus ausencias cada vez se hacen más frecuentes y dilatadas, hasta que desaparece definitivamente. Ante la falta de dinero, Akira recurre a varios trucos (es el único de los hermanos que, en un principio, puede salir de casa); así, pedirá dinero a los dos hipotéticos padres de su hermana pequeña Yuki e incluso intentará conseguir trabajo (pero es demasiado joven). Progresivamente la situación de los hermanos degenera hasta el punto de que no tienen agua ni electricidad, y se alimentan de la comida a punto de caducar que un empleado del supermercado donde Akira se abastecía les entrega por la puerta trasera.

Akira es el centro del film. No aparenta desesperación, pero su desamparo y el peso de su responsabilidad son patentes, pese a que casi en ningún momento el chiquillo expresa su desolación. Koreeda suele filmarle en solitario, mientras que los demás personajes serán fotografiados frecuentemente en grupo. Y Koreeda no cede a la tentación del sentimentalismo: no hay una mirada paternalista ni compasiva hacia estos niños que viven una situación extrema. El director trata de narrar el relato con una objetividad casi impasible, lo que acentúa aún más el patetismo de la vida que padecen los cuatro niños.

Hay breves alivios en la existencia de Akira: un grupo de amigos que van a su casa a jugar a los videojuegos (pero que dejarán de hacerlo cuando el piso comience a apestar), la amistad con una adolescente desarraigada, Saki —de la que no se nos da información alguna sobre su propio desamparo— y una ocasión memorable para el niño, cuando, observando a unos chiquillos que juegan al beisbol en su colegio, el entrenador le confunde con un alumno y le introduce en el equipo. Pero son escapadas fugaces de una realidad tenebrosa y asfixiante.

El film termina sin que haya una resolución: la pequeña Yuki muere (probablemente de inanición) y Akira y Saki la introducen en una maleta y la entierran junto al aeropuerto (Akira le había prometido que irían un día a ver los aviones). El plano de las manos de Akira cogiendo la tierra que ocultará la maleta es escalofriante —plano que remite a otro anterior en el que Akira posa su mano sobre la de su hermana y, al hallarla inerte, se da cuenta de que ha muerto—. El último plano no desvela qué va a ser de estos chiquillos: los tres hermanos y Saki, de espaldas a la cámara, caminan por el centro de una calle abarrotada. Pocas veces el abandono de la infancia ha sido filmado con tal rigor y crudeza.

Nadie sabe marca también un punto de inflexión en la carrera de Koreeda. En lo sucesivo, sus films serán menos crípticos, más «accesibles» y, hasta cierto punto, realizados con una caligrafía más clásica. Ello no implica que la calidad de las películas sea inferior a estos tres primeros films (en realidad cuatro, si contamos el que codirigió con Naomi Kawase, Arawashi yo, película que muestra una suerte de correspondencia filmada entre Koreeda y Kawase), pero resulta evidente que el director buscaba un cambio de rumbo, bien por exigencias de producción —las dificultades de hacer un cine personal en la moderna industria del cine— bien por su deseo de llegar a un público más amplio. Este cambio supondrá algunas decepciones (es inevitable comparar Milagro o Hana con las excepcionales películas primerizas del realizador), pero Koreeda se aseguró por un lado la continuidad de su carrera y, por otro, continuó elaborando un puñado de films notables.

Con Hana (Hana yori no maho, 2006), Koreeda se aventuró por vez primera —y última, hasta el momento— en el jidaigeki o cine «de época». Un joven samurái, abrumado por las exigencias de su clan, tiene que vengar la muerte de su padre, asesinado de forma absurda durante una disputa tras una partida de go. El problema es que el joven protagonista carece de la voluntad necesaria —no entiende el concepto de honor y la obligación de cobrarse venganza— y de las habilidades de un héroe cualquiera del chambara. Ello da pie a Koreeda a rememorar, a modo de parodia/homenaje (con más dosis de parodia) momentos famosos del género e incluso recursos estilísticos que el aficionado conoce bien. En los primeros compases del film, los cortes de plano se realizan mediante el método de cortinillas, tal y como hacía Kurosawa en sus películas de samuráis; hay alusiones directas a la obra maestra de Kobayashi, Harakiri (Seppuku, 1962): desde el hombre que pretende suicidarse con una espada de madera —aquí infructuosamente y siendo objeto de burla general —o la escuela para niños pobres que regenta el protagonista, similar a la del yerno de Tatsuda Nakadai en la citada Harakiri. Incluso hay una subtrama en la que intervienen algunos de los 47 ronin, ocultos en la mísera barriada de Edo donde transcurre la acción: los breves planos del asalto a la mansión de Kida, con los tejados y la calle cubiertos de nieve, recuerdan no poco las imágenes de la versión que realizó Hiroshi Inagaki en 1962. Sin embargo, el lugar donde se desarrolla el relato y la abundancia de personajes emparentan Hana con Humanidad y globos de papel (Ninjo kami fusen, 1937), la maravillosa obra de Sadao Yamanaka, pero, por desgracia, la película de Koreeda no posee el hondo patetismo y el sentido trágico que Yamanaka otorgó a sus personajes.1 No obstante, Hana es un film fallido en cuanto a sus pretensiones de desmitificar el «género heroico»: por un lado, este tipo de films ya estaba en clara decadencia mucho antes de 2006 (como lo estaba el western norteamericano); por otro, ya en tiempos del cine mudo se hicieron numerosas parodias del chambara —que llegarían a la caricatura en la década de los sesenta, a partir del inmenso éxito de Yojimbo y de su secuela Sanjuro (1962), y, por último, Koreeda imprime un tono bufonesco en muchas situaciones que, paradójicamente, tiene la virtud de desvirtuar sus intenciones. El empleo de un tema musical que no casa en absoluto con las expectativas del espectador, una danza renacentista europea, no hace sino aumentar la extrañeza que causa la visión del film.2

Koreeda recuperó su buen hacer con Still Walking (Aruitemo, aruitemo, 2008); este film bastaría para deshacer el habitual malentendido que sugiere que Koreeda es el nuevo Ozu. En cierto modo, Still Walking es el reverso de Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari, 1953). Aquí no son los entrañables abuelos quienes se dirigen a la gran ciudad a visitar a sus desapegados hijos: son los hijos quienes con enorme desgana —en especial Ryota (Hiroshi Abe)— hacen una visita ritual a sus detestables y ancianos padres. El ambiente es, desde el comienzo, hostil y opresivo (un logro si tenemos en cuenta que la casa familiar posee un aspecto sumamente acogedor). A medida que transcurre el film nos enteramos de que el encuentro familiar no se debe al amor filial ni a la consabida reunión entre gentes que viven alejadas entre sí. La familia se reúne para conmemorar el día de la muerte de Junpei, el hijo mayor y heredero (y favorito de sus padres). Y a esta reunión se invita también a Hishio, el joven a quien Junpei salvó de morir ahogado, acto que le costó la vida. Ante la propuesta de Ryota de que ya es hora de que se le ahorre al joven semejante ordalía, su madre (la estupenda Kirin Kiki, una habitual del cine de Koreeda) replica, en un primer plano muy cercano que da mayor firmeza y crueldad a sus palabras: «No podemos olvidarlo después de una docena de años. Fue culpa suya que Junpei muriera… No tener que odiar a alguien hace que todo sea peor para mí. Así que una vez al año hago que él se sienta también desdichado… ¿Me castigarán los dioses por ello?». Una de las escasas salidas al exterior de la casa consiste en la visita a la tumba del hijo: es un día caluroso y la madre echa agua fresca sobre la lápida ante los sorprendidos ojos del hijastro de Ryota («Es un error que te casaras con una viuda con un hijo», le había dicho anteriormente su madre). Pero Koreeda no tiene deseo de ser excesivamente maniqueo ni de presentar unos personajes unidimensionales; así, al declinar el día, también parecen declinar las fuerzas de los dos abuelos: ella cree que una mariposa que se acerca junto al altar familiar es su hijo reencarnado; el abuelo, médico jubilado, nada puede hacer ante el infarto que sufre una vecina («Haga sitio, por favor», le dice un camillero mientras introduce a la mujer en la ambulancia). Pero Koreeda inserta un epílogo devastador: años más tarde, Ryota y su esposa, con la hija que han tenido juntos y su hermano, realizan la visita ritual a las tumbas… Y Ryota vierte agua sobre la lápida: la tradición ha triunfado, a pesar de que los hijos desaprobaran la conducta y las personalidades de sus padres. Y la presencia de los muertos en el devenir de la existencia de los vivos, al igual que en Maboroshi, será algo omnipresente.

En Muñeca de aire (Kuki ningyo, 2009) se aborda, a partir de una narración singular, la «cosificación» de la mujer. Un hombre vulgar tiene como compañera/novia/esposa a una muñeca hinchable, a la que da conversación (insustancial y plagada de mentiras) y con la que hace el amor. En un mágico momento, sola en casa, la muñeca se acerca a la ventana, palpa unas gotas de lluvia y cobra vida. Y comienza a llevar una doble existencia: cuando el hombre regresa a casa ella finge ser el objeto inanimado que él posee, pero al quedarse sola sale al exterior y empieza a familiarizarse con el mundo y los seres humanos. Ello da pie, como era de esperar, a unas cuantas situaciones cómicas bastante afortunadas —Koreeda logra que la identificación de la protagonista con el espectador sea casi inmediata: un logro nada desdeñable—. Sin embargo, pese al humor (la chica consigue un empleo de dependienta en un videoclub y casi llega a hacerse una experta en cine), el tono del film es de una enorme amargura. Llegará a ser sustituida cuando su dueño adquiera una muñeca «de último modelo» (en resumidas cuentas, ella no es más que un objeto para el hombre) y provocará, de forma ingenua y accidental, la muerte del joven que se ha enamorado de ella. Una escena extraordinaria transcurre en el taller donde se fabrican las muñecas, donde se almacenan también los restos de las que han sido desechadas; allí la chica conocerá a su «creador» y comenzará a darse cuenta de lo absurdo e incomprensible de su existencia —y, por tanto, de la existencia humana—. En las películas de Koreeda las mujeres pueden adoptar una actitud sumisa —siempre desde el punto de vista de un personaje masculino— pero con mucha más frecuencia son, como las protagonistas de Nuestra hermana pequeña o las mujeres de Un asunto de familia, personajes de extraordinaria fuerza que no desean ser sometidas por los hombres. Ello nos proporciona también una cierta perspectiva sobre la sociedad —no únicamente la japonesa—. Las cosas han cambiado un poco, sí. Pero quizá no hayan cambiado tanto desde los tiempos de un Mizoguchi o un Naruse…

Milagro (Kiseki, 2011) tuvo una génesis curiosa: la compañía ferroviaria Shinkansen deseaba promocionar sus nuevos modelos de tren bala y le propuso a Koreeda, un apasionado de los trenes, que realizara un film en el que los ferrocarriles tuvieran un papel esencial. El director escribió un guión que narra la odisea de dos hermanos que viven en ciudades apartadas, uno con su madre y sus abuelos y el otro con su padre. El mayor, Koichi, de doce años, se entera de que en el lugar donde se crucen dos trenes a toda velocidad los testigos del encuentro podrán pedir un deseo que se cumplirá. Nos hallamos aquí con el Koreeda más tierno y sentimental; por fortuna, abundan los momentos cómicos (los chiquillos tratan a los adultos como si fueran niños irresponsables) y la aventura de los críos (a los que acompañan respectivamente algunos amigos) en su periplo por llegar al lugar de la cita abunda en situaciones regocijantes. Un logrado divertimento tras las amargas Still Walking y Muñeca de aire.

La situación inicial que muestra De tal padre tal hijo (Soshite chichi ni naru, 2013) es prometedora: un hospital se da cuenta, seis años después, de que ha intercambiado a dos bebés. Uno es entregado a un matrimonio rico (padre arquitecto de éxito, piso y coche de lujo, colegio privado y elitista para el niño) y el otro a una pareja de clase media que regenta una especie de badulaque. Por una vez, Koreeda escoge la solución dramática más fácil: confronta a los dos hombres; el arquitecto vive para su trabajo y desea que su retoño sea un triunfador, le obliga a dar clases de piano (él mismo es un avezado intérprete) y se siente un tanto decepcionado ante las escasas dotes de «su hijo»; el otro progenitor es cariñoso, juega con sus críos (él y su esposa han tenido otros dos pequeños) y le dirá al arquitecto que «lo que los niños necesitan es tiempo». Todo es quizá demasiado obvio. Donde brilla el film es en esos pequeños detalles que Koreeda inserta en sus películas y que pueden pasar inadvertidos; cuando el padre rico empieza verdaderamente a despreciar al padre pobre es en la primera reunión que las dos familias mantienen en un centro comercial: se fija con desagrado en cómo el otro hombre ha masticado la pajita de su refresco. Las dos mujeres quedan un tanto relegadas, aunque el personaje más interesante, el de la madre de clase media, posee un potencial que Koreeda no quiso o no pudo explotar: ella es la única que se dio cuenta de que aquel bebé que le entregaron quizá no fuera su hijo («Una amiga íntima me acusó de haber tenido un lío»), es ella la que sugiere que los dos niños se queden en su casa y es la que verdaderamente hace que, una vez que los críos han sido entregados a sus «auténticas» familias, su hijo se sienta feliz. Pero Koreeda se centra sobre todo en el padre poderoso y desalentado, quien al término del film ha conseguido cambiar: su encuentro final con el que creyó su hijo durante seis años proporciona un final agridulce que solo sirve para redimir a un personaje que ha de renunciar a casi todo lo que creía importante en la vida.

En Nuestra hermana pequeña (Umimachi Diary, 2015) el relato arranca con la presentación de tres hermanas muy distintas entre sí que viven juntas y a quienes sus padres abandonaron cuando eran unas crías. La mayor, Sachi, se ha ocupado de sacar adelante a sus hermanas. Cuando su padre muere, las chicas viajan al norte para acudir a las exequias y se enteran de que tienen una hermana pequeña de 13 años, Suzu (de su segunda esposa, no de la reciente viuda). Cuando termina el ceremonial, las tres hermanas suben al tren de vuelta a casa. En ese instante, Sachi, que se ha dado cuenta de que la viuda de su papá es una bruja, le ofrece a Suzu que se vaya a vivir con ellas.

El film narra hábilmente la vida en común de las muchachas y sus existencias individuales. Y el cambio que Suzu produce en sus vidas. Uno de los méritos del film es la aparente sencillez con que se define a todos los personajes y la evolución que experimentan. Yoshino es ascendida y junto con un ejecutivo bancario se dedica a visitar clientes en apuros. Para nuestra sorpresa, el ejecutivo se muestra comprensivo con las deudas y problemas económicos de estos. En un momento dado, Yoshino le pregunta, de forma indirecta, sobre su actitud: «¿No trabajaba usted antes en el Banco de Tokio?». «Así es. Pero me di cuenta de que no encajaba allí. ¿Usted no ha tenido nunca esa sensación?». En un breve intercambio nos enteramos del pasado del hombre (ha renunciado a un puesto mejor porque no deseaba explotar a la gente) y de la nueva conciencia de la chica, egoísta hasta este momento de revelación. Este tipo de diálogo breve e indirecto es frecuente en el film y es uno de sus puntos fuertes. O bien la ausencia total de diálogo, como cuando Sachi decide «adoptar» a Suzu sin que medie palabra o cuando abandona a su amante, un médico casado.

En el caso de Nuestra hermana pequeña, la historia sentimental se expresa a través de sensaciones: los cerezos en flor, el licor que preparan ritualmente las hermanas, el primer kimono que viste Suzu, la melancolía de Sachi, la alegría de vivir de Chiko, el cambio de conducta de Yoshino, los paisajes predilectos del padre de las muchachas, único recuerdo bueno que guardan de él (una excelente idea de guión: describir a un personaje que no aparece en la película mediante las vistas de unas colinas)… Todo ello mostrado con sencillez y sin el menor énfasis.

 

En cierto modo, este film es como una versión de la novela de Louise May Alcott Mujercitas. Las protagonistas de Nuestra hermana pequeña, en especial Sachi, tampoco quieren someterse a ningún hombre; Yoshino aprende a no permitir que los hombres se aprovechen de ella, y Suzu, que posee un carácter muy similar al de Sachi, antepone sus hermanas a su novio/compañero de clase. Cuatro mujeres que provienen de familias destrozadas y que logran crear, merced al sacrificio y la fortaleza, una familia casi perfecta.

Podría verse Después de la tormenta (Umi yori mo mada fukaku, 2016) como una versión amable y en clave humorística de Still Walking: el protagonista se llama también Ryota (asimismo interpretado por Hiroshi Abe) y su madre, cómo no, es encarnada por Kirin Kiki. Incluso hay referencias burlonas al film previo; la mariposa que representaba, a ojos de la anciana madre, al hijo muerto, aquí es la presunta encarnación del esposo fallecido, pero su viuda le espeta con una mezcla de sarcasmo y desprecio: «No quiero volver a verte jamás». Y Ryota no es un restaurador de cuadros con ciertas dificultades laborales, sino un novelista que sufre el «bloqueo del escritor»; hace quince años que publicó su primera novela, éxito de crítica, y ahora se «documenta» para la segunda trabajando para una agencia de detectives, donde se saca unos miles de yenes extra extorsionando y timando a sus clientes. De nuevo se repite la estancia nocturna de la pareja y su hijo en casa de la abuela. Pero esta vez hombre y mujer llevan años separados (se diría que la abuela ha aprovechado el tifón que se ha desencadenado para volver a unir a la pareja), ya que Ryota «no es hombre que pueda atarse a una familia». Ryota es encantador, pero poco de fiar: adicto al juego, da sablazos a diestro y siniestro, acumula deudas y hurga en los recovecos del piso de su madre en busca de algún objeto de valor que empeñar. Koreeda, sin embargo, no se excede en el tratamiento humorístico, aunque el tono del film es, en general, desenfadado e irónico a la vez. Es obvio que Ryota sigue enamorado de su mujer («Es necesario que una mujer deje a un hombre para que este se dé cuenta de lo muy enamorado que está», le dice la secretaria de la agencia de detectives) y tampoco desea arruinar su reputación como novelista (rechaza la proposición de escribir un guión para un dibujante de manga de gran éxito, algo que aliviaría sus apuros) —por cierto, la primera vocación de Hirokazu Koreeda antes de que se le inoculara el virus del cine fue la de ser escritor, pero las clases en la universidad le empujaron a pasarse la carrera en los cines (por suerte para él y para nosotros)—. Hay en Después de la tormenta momentos excelentes, como las escenas entre Ryota y su madre, o los momentos previos al desenlace, cuando el antiguo matrimonio y su hijo están de noche, bajo la tormenta, refugiados en el enorme tobogán de un parque infantil. Y a diferencia de las relaciones entre padre e hijo de Still Walking, Ryota hace las paces con su padre muerto: se entera del orgullo que sintió su padre cuando publicó su novela y cómo regaló un ejemplar en cada una de las tiendas del barrio. Al término del film, cuando Ryota se despide de su exmujer y de su hijo, tenemos la sensación de que logrará terminar su segunda novela.

Con El tercer asesinato (Sandome no satjujin, 2017) Koreeda aborda por primera vez un thriller (variante de película de juicios, aunque el metraje dedicado a lo que ocurre en la sala es mínimo). El film se dedica más a explorar la evolución del abogado defensor y del acusado del asesinato del dueño de la fábrica donde trabajaba. Al principio, el abogado se muestra seguro de sí mismo, un tanto soberbio y muy dedicado a las triquiñuelas legales: «No es nuestro trabajo entender a nuestros clientes», les dice a sus compañeros de bufete; y ante la fiscal confesará que no le interesa demasiado «la verdad». El acusado, sin embargo, parece que «ha escogido» al abogado: el padre de este, juez, le condenó años atrás por un doble asesinato. Pero no le sentenció a la pena capital. Y ahora el hombre cambia su versión de los hechos continuamente: mató al propietario de la fábrica para robarle; acabó con él contratado por su viuda; lo hizo porque el asesinado —un miserable que contrataba a expresidiarios para pagarles una miseria y compraba comida adulterada para su fábrica— abusaba de su hija adolescente; fue ella quien mató a su padre, y, finalmente, él asegura que no le mató porque jamás estuvo en el lugar del crimen. Y el abogado cada vez siente mayor interés por esa verdad que antes despreciaba. Koreeda inserta un episodio clarificador: la hija del abogado comete un hurto en una tienda; su padre acude al rescate; más tarde charlan en una cafetería. Él le pregunta por qué lloraba cuando el gerente de la tienda hablaba con ambos. Ella sonríe y comienza a fingir el llanto. Y aquí llega nuestro abogado a la conclusión obvia que le podría haber soplado el doctor House: todos mienten. En el juego de manipulación en el que se ve envuelto el abogado radica el mayor interés del film: hacia el final, él desea que su defendido sea inocente, pero nunca llegaremos a saber lo que realmente sucedió. Koreeda no hace demasiado énfasis en la cuestión de la pena de muerte. «Hay gente que no debería haber nacido», le dirá el acusado, a modo de excusa. Y el abogado replica: «Pero eso no le permite matar a la gente para solucionar los problemas». Y la respuesta brutal del hombre: «¿No hacen ustedes lo mismo para solucionar los problemas?».

Koreeda muestra gran habilidad para mantener el interés del espectador pese a los continuos giros del guión: soberbias son las entrevistas que abogado y acusado sostienen en la cárcel. Y el progresivo interés del leguleyo por conocer qué ocurrió realmente introduce una pesquisa detectivesca que, aunque fútil, es apasionante. Un film con abundancia de diálogo que, sin embargo, posee excelentes ideas de puesta en escena —la cruz de los restos de gasolina que hay en el escenario del asesinato y la que se halla junto a la casa del acusado, donde él enterró a sus canarios, ambos planos rodados en picado— y las espléndidas escenas entre los dos protagonistas, con un final que equipara a ambos, similar al que empleó Kurosawa en El infierno del odio (Tengoku jo jigoku, 1963). Película que demuestra además la enorme pericia de Koreeda en cuanto a la dirección de actores: magníficos Masaharu Fukuyama (Shigemori, el abogado) y Koji Yakusho (Misemi, el acusado).

Momentos finales de El tercer asesinato

Un asunto de familia (Manbiki kazoku, 2018) trata de los vínculos, relaciones y vivencias de una familia peculiar. En este caso se trata de una (en apariencia) bastante disfuncional que vive en una pobreza infame. Cuando llegamos a su hogar en los primeros compases del film nos topamos con la casa más desastrada y asquerosa que hayamos visto en una película japonesa. Yasujiro Ozu no habría filmado un solo plano en esa casucha y hasta nos atrevemos a afirmar que habría vomitado con atisbarla brevemente. Añadamos, además, que parte de la familia se halla cenando y que la «mamá» se está cortando las uñas de los pies entre sorbo y sorbo de tallarines.

La familia la componen una matriarca anciana, un matrimonio en el que él trabaja a ratos como peón del sector de la construcción —escaqueándose todo lo que puede—, ella como planchadora en una gigantesca planta de tintorería, una nieta que trabaja en un peculiar peep show, un nieto que se dedica a robar en las tiendas (en ocasiones con la colaboración de papá, quien le ha adiestrado: la primera escena, en la que ambos realizan «la compra» en el supermercado, es un prodigio de ritmo y planificación, sin necesidad de incluir suspense alguno), y otra «nieta» adoptada al inicio del film. La niña vive con dos progenitores sumamente odiosos: el papá zurra a madre e hija y la mamá es una mujer amargada que —intuimos— también pega de lo lindo a su hijita de cinco años.

Momentos finales El infierno del odio (Akira Kurosawa, 1963)‌

A pesar de su pobreza, esta familia es relativamente feliz. Sus miembros disfrutan unos de otros, comparten lo poco que tienen y no solo son solidarios entre ellos: también con los demás. El ambiente en la pocilga que habitan es sumamente hedonista y divertido. El espinoso asunto de las mangancias queda resuelto por la declaración del nieto, Shota: «Papá dice que las cosas que hay en las tiendas no pertenecen todavía a nadie». Y comienza a enseñar a su nueva hermana las peculiaridades del negocio, en el que la chiquilla demuestra ser una alumna aventajada.

Como es habitual en Koreeda, del retrato comunal se pasa a los retratos individuales: la nieta mayor, Aki, se toma su trabajo en el peep show con una vocación casi misionera, y no desprecia a sus clientes sino que incluso siente cierta conmiseración hacia ellos (gran escena en la que, tras el momento de la cabina, le sugiere a un cliente que pasen juntos a una habitación «para que se recueste en mi regazo o nos abracemos»; el momento resulta extrañamente emotivo). La madre, Osamu, decide renunciar a su trabajo ante la amenaza de una compañera de denunciarla por haber «secuestrado» a la niña. La dureza y determinación de la mujer son parejas a las de la abuela del clan, y en parte es ella quien mantiene la armonía y proporciona el amor que necesitan sus allegados; en este sentido, su relación con la cría maltratada describe su carácter con unas breves pinceladas («Nunca te pegaré», le dice cariñosamente mientras le muestra una quemadura similar a una que porta la niña en un brazo; al principio del film, se había opuesto enérgicamente a que la recogieran). Su marido, claro está, es un inútil. Pero divertido. Y un tanto patético. Y es que siempre es necesario tener un payaso en toda familia bien avenida. Sin embargo, la abuela posee un cierto halo de misterio que solo se desvelará (desafortunadamente) en la última parte del film.

Hay varios momentos memorables, como la excursión de la familia a la playa. La abuela, sentada en la arena, contempla a su familia en la distancia, junto a la orilla, y susurra: «Gracias, gracias». Gracias por tener una familia como esta. O el momento en que el tendero de un estanco al que Shota ha robado insistentemente les regala unos polos al chiquillo y a su nueva hermana, y le espeta al muchacho: «No le enseñes a robar a la niña. No es bueno para ella». O cuando el propio Shota se deja atrapar por los dependientes de un supermercado y, acorralado, se tira desde un puente: Koreeda no nos muestra imagen alguna del chico: simplemente vemos cómo las naranjas que ha robado se esparcen por la carretera, bajo el puente desde el que el chiquillo se ha tirado, acorralado por sus perseguidores.

Sin embargo, hay un cierto desequilibrio en el tratamiento de los personajes. En principio, parece que contemplaremos la historia a través de los ojos de Shota; después es el punto de vista de la niña el que prevalece; de ahí pasamos al matrimonio, y, finalmente, a Aki, todos bajo la omnipresente y dominante figura de la abuela.

Por desgracia, Un asunto de familia flaquea en su último tercio, cuando tras la muerte de la abuela (a la que entierran en la propiedad familiar ya que no tienen con qué costear los gastos del sepelio), de forma elegantemente simbólica, se descubre que «nada es lo que parece». Y aunque Koreeda establece un evidente contraste entre lo que ha visto el espectador y las conclusiones (erróneas) que de los hechos extraen policías y burócratas de los servicios sociales, el metraje que se le dedica a esta parte «explicativa» es un tanto excesivo y se aportan demasiados datos —de forma, a nuestro entender, innecesaria—. En cierto sentido, la llegada de la niña es un anticipo de la catástrofe (de forma similar al argumento de A High Wind in Jamaica, la inocencia provoca desastres).

La verdad (La vérité, 2019), primera incursión de Koreeda fuera de Japón, narra la (aparentemente) complicada relación entre una gran diva del cine francés (Catherine Deneuve) y su hija (Juliette Binoche). En esta ocasión prevalece la comedia en gran parte de las situaciones: Deneuve se desenvuelve estupendamente en un registro muy poco habitual en ella y Juliette Binoche hace espléndidamente de Juliette Binoche. Por contra, no se sabe muy bien cuál es la función de Ethan Hawke en el film (además de figurar como marido de Binoche y pedir que le traduzcan las conversaciones en francés). No es que La verdad sea un mal film (tampoco es bueno), pero viene a explicar en parte por qué los grandes directores japoneses siempre fueron reacios a rodar fuera de su país. Kurosawa desoyó repetidas veces las llamadas de Hollywood y solo aceptó coproducir El cazador (Dersu Uzala, 1973) con la URSS porque en aquel momento nadie en Japón le proporcionaba financiación. Y es muy posible que en los últimos tiempos Koreeda experimente un problema similar.3

Broker (2022), producción coreana, es hasta la fecha la última película de Koreeda y demuestra la habilidad del director a la hora de crear argumentos singulares. Una joven deposita a su bebé junto a la baby box de una parroquia/orfanato; un empleado del lugar, compinchado con el dueño de una lavandería que tiene problemas con la mafia, recoge al bebé para venderlo. La joven madre regresa a la parroquia al día siguiente: se le informa de que no hay rastro de su hijo. Ella, naturalmente, sospecha del encargado del turno de noche y se asocia con él y su compañero para deshacerse del crío y repartirse el dinero. Lo que ignoran es que están siendo vigilados por una pareja de policías; y lo que ignora el espectador es que el padre del bebé, un jefe mafioso, ha sido asesinado por la joven. Y ahora, la mujer del mafioso quiere al niño «para criarlo». Así que el cuarteto emprende un viaje de negocios (la venta de la criatura) sin saber que están siendo perseguidos por dos grupos con intereses antagónicos. O quizá no tan antagónicos.

Desarrollar un argumento semejante no es tarea fácil, pero Koreeda muestra una enorme soltura para integrar tramas diversas y delinear con eficacia a la mayoría de los personajes (incluidas las dos policías que siguen al trío y desean atraparlo cuando realicen la transacción). Como de costumbre, hay escenas hilarantes (la madre rechaza con violencia y abundancia de epítetos insultantes a una pareja de compradores porque el bebé no les parece lo suficientemente hermoso; a otra pareja, adiestrada por las policías, se le hace un minucioso interrogatorio sobre métodos de fertilidad y el broker y su socio, muy puestos en el tema, concluyen que hay gato encerrado) junto con momentos en los que se debate sobre la moralidad de los personajes (los dos socios fingen creer que llevan a cabo un «servicio social»; la joven, ante los reproches de la policía al mando del caso, le pregunta si abortar habría sido menos grave que vender al chiquillo a una familia que le quisiera…).

Por primera vez Koreeda adopta el formato de la road movie y ello permite que los cambios que experimentan sus personajes parezcan auténticos y no meros caprichos del guión. El broker Ha Sang-hyun (Song Kang-ho) y su socio Dong-soo (Gang Dong-won) experimentan una evolución a lo largo del periplo que realizan con la joven madre Moon So-young (Ji-eun Lee), quien cuestiona sus propias convicciones de una forma tan convincente como los hombres con quien se ha aliado al principio, y con los que después tendrá una relación de amistad, y en el caso de Dong-soo, incluso de amor. El único problema de Broker reside en su duración: aunque Koreeda maneje bien las elipsis y los sobreentendidos, dos horas son insuficientes para narrar todo el material que Broker podría haber ofrecido para ser una gran obra. Queda una película notable, cierto es, pero al espectador le queda esa sensación, tan infrecuente, de haber deseado estar más tiempo con estos personajes; algo que hace evidente el desenlace: es la voz en off de la agente de policía quien, leyendo un mensaje a Moon So-young, nos hace partícipes de cómo han terminado todos los personajes que han poblado la narración.

Conclusión: Koreeda no solo guisa tofu. Es un cocinero con un recetario muy amplio. Y sus platos son a menudo agridulces, pero casi siempre sabrosos. ¿O acaso existe el cocinero que no meta la pata con algún ingrediente de vez en cuando?


  1. De entre las únicas tres películas que se conservan de Yamanaka, hay una parodia del jidaigeki: Tange Sazen towa: Hyakuman ryo no tsubo, 1935, donde un célebre —e invencible— espadachín manco y tuerto, Tange Sazen, es mostrado de manera muy distinta respecto a sus anteriores aventuras fílmicas: apático y caricaturesco, solo exhibirá sus mortíferas cualidades al final del film; un claro precedente del Yojimbo (1961) de Kurosawa y, por qué no, del malhumorado protagonista de El viaje de Kikujiro (Kikujiro no natsu, Takeshi Kitano, 1999). 

  2. La música no es el fuerte de las películas de Koreeda. Por lo habitual, emplea arreglos de piano o guitarra que puntean los momentos más «emotivos» de sus films. Incluso la repetitiva presencia de las Variaciones Goldberg en De tal padre tal hijo (donde al niño protagonista se le «exige» saber tocar el piano) se convierte en un recurso demasiado obvio. Afortunadamente, obras como Maboroshi o After Life carecen de música casi por completo. 

  3. Directores de la gran época del cine japonés como Kon Ichikawa (94 films) o Kaneto Shindo (director de 45 películas y guionista de unos 230 títulos) eran extraordinariamente prolíficos, y no son casos excepcionales: Seijun Suzuki rodó cerca de 40 películas entre 1956 y 1967. Hoy día poner en marcha un proyecto —incluso para un director de la categoría y reputación de Koreeda— en la industria cinematográfica japonesa es mucho más difícil. 

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    • Juan Gorostidi Munguia

      Juan Gorostidi és doctor en filologia hispànica, llicenciat en filologia anglogermànica i Master of Arts in Medieval Studies. Ha ensenyat Història del Cinema a la Universitat de Navarra, la Universitat SEK-Segòvia i Literatura i Cinema a la Universitat Miguel Hernández d’Elx. Ha editat el volum d’Andrei Tarkovski Esculpir en el [...]