Todas las cosas, por muy banales o aburridas que puedan ser, tienen sus genealogías; las políticas culturales también. Con la ayuda de autores un poco excéntricos a este campo, en el siguiente artículo quiero formular una historia apócrifa de las políticas culturales, con el único objetivo de ayudarnos a resolver las problemáticas del presente y dibujar algunas líneas que nos ayuden a escapar del impasse en el que se encuentran las políticas contemporáneas. El modelo clásico basado en el acceso tiene demasiados detractores y su recuperación parece poco probable. Las propuestas más economicistas han propiciado desigualdad y la precarización de gran parte de las y los trabajadores culturales. Indicios que nos deberían llevar a intentar imaginar otros modelos y paradigmas de la gestión pública y privada de la cultura.
Vayamos al siglo XVIII, el antropólogo Roger Sansi argumenta que entonces, y como contraposición a la idea de mercado impersonal, surgió la noción de «lo personal» que se alía con la noción del don desinteresado, y que son elementos centrales al desarrollo de la noción moderna de estética. Con el surgimiento de la estética se buscaba «expresar la posibilidad de pensar un campo de prácticas, una forma de relación entre las personas y las cosas “libres de necesidad y finalidad” tal y como describió Kant» (Sansi, 2015:96). El artista nos regalaba su versión personal de la realidad y estas formas de ver el mundo nos hacían reflexionar sobre el mismo. Por su parte, Schiller consideraba la estética como aquel espacio de pensamiento que debía escapar a las inercias del mercado, la estética debía crear sujetos críticos capaces de pensar sobre objetos cuya interpretación no estaba cerrada ni determinada. Individuos que de forma colectiva se enfrentaban a pensar sobre los temas comunes de las obras de arte, escapando así del interés individual y volcándose en una reflexión desinteresada en torno al común.
El crítico cultural Lewis Hyde, en un ensayo sobre el don que escribió en la década de los ochenta, volvía a este asunto. Los artistas, músicos, dramaturgos, etc., cuando crean, se insertan en cierta tradición del don. Al fin y al cabo, sus temas, palabras, personajes, historias, tonos, etc. vienen todos de una suerte de repositorio común. Lo que hace el artista es recombinar estos elementos para luego devolverlos a la ciudadanía. Lewis Mumford también escribe en esta dirección: «A pesar de que los símbolos que el arte emplea para expresarse no son más que sonidos, imágenes y sueños separados, con el paso del tiempo estos se desarrollan hasta convertirse en grandes estructuras simbólicas que ponen de relieve y realzan todas las dimensiones de la experiencia humana» (Mumford, 2014:69). La cultura nos devuelve imágenes en las que nos vemos reflejados para que podamos reflexionar sobre nosotras mismas, nos regala un espejo desde el que entender el presente. Es un regalo, porque no hace falta poseer una canción o un cuadro para disfrutarlo. En este sentido los artistas son mediadores entre nuestro acervo cultural común y los imaginarios que nos ayudan a entender de forma crítica el presente.
Siguiendo esta lógica, estos objetos que se basan en historias y motivos comunes, que escapan a la lógica del mercado, porque, a diferencia del papel de váter, no es necesario poseerlos para poder disfrutarlos, y que nos pueden hacer reflexionar de forma colectiva sobre nuestra condición humana, necesitaban estar apartados del mercado. Necesitaban de espacios en los que las y los ciudadanos se pudieran concentrar para dejarse azotar por la experiencia estética. Estos bienes que al parecer no se extinguían al usarlos, requieren de lugares que los distingan de las simples mercancías y promuevan este don, esta mediación y reflexión sobre nosotros y nosotras, y pensar de forma colectiva sobre asuntos no productivos. De este momento histórico nacen los museos y grandes equipamientos modernos. Son este tipo de objetos los que ayudan a construir la idea que el Estado tiene que facilitar el acceso a la cultura; con sólo acceder a ella, uno ya podía tener una experiencia estética.
Paulatinamente, el Estado iría asumiendo el papel de crear estos espacios para que la ciudadanía pudiera acceder y disfrutar de experiencias estéticas. El Estado asumía, de esta manera, la gestión de lo que podría haber sido común. Todas las críticas que ya se han hecho a estas instituciones son completamente sensatas y asumibles. Estas pinacotecas, auditorios, óperas, etc. se diseñaron como lugares clasistas, machistas, y perpetuaban la mirada colonial sobre el mundo. El debate público que en teoría permitían, estaba vetado a muchos y recogía pocas voces, las de la burguesía ilustrada principalmente. Como argumentó en su momento Bourdieu, el juicio estético «desinteresado» es por excelencia el lugar de negación de lo social. Estas instituciones acabaron asumiendo un papel político, se transformaron en reguladoras del gusto. Generaban orden social, como hemos visto con Miller y Yúdice (2004), estableciendo cánones estéticos. Y la estética, claro, es política. Las diferentes realidades nacionales gestionaron mejor o peor estos conflictos: el Estado cultural francés que denunciara Fumaroli (2007) tendió a lo totalizante; en otros lugares, como en el Reino Unido, se permitió que el mercado se colara paulatinamente y adquiriera un papel más importante en la gestión pública de la cultura. El Estado español se quedó a medio camino. Sin mucho Estado, ni mucho mercado.
Seguimos con los excéntricos. Hacia finales de la década de los ochenta empezó a fraguarse un argumento un tanto problemático. Ya que la gestión pública de la cultura generaba exclusiones, discriminaciones o estereotipos, y teniendo en cuenta que el mantenimiento de las instituciones culturales suponía un gasto importante para las administraciones públicas, lo más sensato era poner la cultura en manos de las empresas. Deshacer el recinto sagrado de la cultura y dejarla en manos de los mercados. Tylor Cowen o John Howkins no dudaron en contribuir a este debate, importando argumentos que ya circulaban en las industrias del entretenimiento y haciéndolos extensivos al resto de la producción cultural. La propiedad intelectual se presentó como un mecanismo técnico que podía ayudar a transformar en beneficios el valor abstracto de la cultura. Si los artistas y creativos sabían gestionar bien sus derechos, podrían vivir holgadamente de su trabajo. El objetivo último era que esos valores que se le habían asignado a la cultura, los intangibles que hacían que se considerase una suerte de don, se pudieran medir, cuantificar y asignar a cada creador de forma individual. Si lo público había empezado a cambiar el régimen común de la cultura, la introducción del mercado no hacía más que acelerar este proceso. Los creadores serían empresarios. Aun así, se olvidaron de una cosa importante: nadie paga por un regalo.
“La propiedad intelectual se presentó como un mecanismo técnico que podía ayudar a transformar en beneficios el valor abstracto de la cultura”
Transformar la cultura común en un ente privado tendría los mismos resultados que la aparición de minifundios en la agricultura. Ya estamos en la década de los noventa: se generaron pequeñas explotaciones de auto-subsistencia, se propició la creación de rentas intermitentes, aparecieron peleas sobre la autoría de las ideas y, en general, se transformó el entorno cultural en un lugar en el que creadores y artistas competían entre ellos por un mercado muy pequeño y desigual. A los minifundistas de la cultura se les bautizó como emprendedores culturales y durante algunos años fueron muchos los creadores y creadoras que se introdujeron en esta lógica, abriendo sus empresas y situando su trabajo en un mercado poco preparado para asimilar prácticas críticas, experimentales o simplemente diferentes. Las consecuencias de todo este proceso, que ya he documentado con más detalle con anterioridad: precariedad, trabajos discontinuos, incertidumbre en relación a nuevos proyectos y pagos y, por lo general, un modelo económico que claramente no funciona muy bien y que sólo beneficia a grandes corporaciones o grandes grupos que capitalizan el trabajo de estos emprendedores (Rowan, 2010).
Las industrias culturales, las industrias creativas, las ciudades creativas, los emprendedores y demás inventos no tuvieron en cuenta un aspecto crucial para entender la economía de la cultura: el don. En ningún momento se contemplaron todas aquellas esferas de valor en las que opera y que propicia la cultura. Reducir el valor de la cultura a las rentas que se pueden extraer de los objetos que produce es limitar mucho el espectro de valor real que tiene. Por esta razón, pensar que la forma de monetizar la cultura es a través de su transformación en derechos de propiedad intelectual es no entender la base misma de su funcionamiento. Claro, para excéntrica la cultura, cuyos valores son externos a su propio funcionamiento. Ese es el don de la cultura. Les regala ideas a las personas, identidades a las comunidades, les regala turistas a las ciudades, les regala memes a las redes, les regala tiempo a las cosas a las que no le solemos prestar atención, etc. Tan excéntrica es la cultura, que genera más externalidades a su alrededor que valor para la gente que se dedica a ella. Reparte tanto valor en los contextos en los que se mueve, que la cultura no tiene sentido como una práctica sectorial. Por eso, no tiene mucho sentido hablar de economía de la cultura, sino que realmente deberíamos aceptar que hablamos de economías urbanas. De cadenas de valor complejas que oscilan entre lo monetario y el don. Entre capital simbólico y capital cultural. Entre rentas concentradas y la pura dispersión del valor.
Cualquier intento de repetir modelos económicos basados en la creatividad y el talento individual están condenados a fracasar. Es absurdo establecer minifundios para cerrar los desbordes de la cultura. Las comunidades, las redes, las ciudades, los hoteles, los bares, las exposiciones, los teatros, las ideas, los ordenadores, los talleres, los taxis, los aviones, las calles, los escenarios, los turistas, las entradas, la crítica, la estética, el deseo, la cena, el vino y el amor. Las rentas, los museos, los visitantes, los usuarios, los comisarios, las librerías, los souvenirs, las cervezas, los trenes y el omeprazol. Las residencias, las conferencias, los congresos, las camisetas. La resaca, la gentrificación, las inauguraciones, las guitarras y el MDMA. Son tan complejas las redes de valor de la cultura, su valor está tan distribuido, que cualquier modelo económico que no sea capaz de aceptar esta complejidad está abocado al fracaso. La economía de la cultura es una economía de la cooperación, de lo contextual, de lo urbano y de lo comunitario. Las estrategias sectoriales, pese a tener razón de ser, no logran conciliarse con esta realidad. El trabajo individualizado y desprendido de los contextos tiene un recorrido muy corto que ya sabemos dónde termina: en la precariedad.
Cerramos, pensando en una última excentricidad. Políticas culturales que abrazan la idea del don. Que como a cualquier regalo no le preguntan cuánto vale sino que se preocupan en distribuir bien su valor. Que promuevan la cooperación de la cultura con la ciudad, con las comunidades, con las infraestructuras, con las redes complejas que atraviesan estos elementos y les permiten funcionar. Políticas que exploren todos los valores que emanan de la cultura aceptando que es necesario trabajar desde esta complejidad. Que acepten que la economía de la cultura no existe, o no existe como puntos de monetización aislados sino como un ecosistema rico, denso, cruzado de prácticas heterogéneas y de ganas de regalar.
Bourdieu, P. (1999) La distinción. Madrid: Taurus.
Cowen, T. (2000) In Praise of Commercial Culture. Cambridge: Harvard University Press.
Howkins, J. (2002) The Creative Economy: How People Make Money from Ideas. Londres: Penguin Global.
Hyde, L. (2012) The Gift: How the Creative Spirit Transforms the World. Londres: Canongate Canons.
Miller y Yúdice (2004) Política cultural. Barcelona: Gedisa.
Mumford, L. (2014) Arte y técnica. Logroño: Pepitas de Calabaza.
Rowan, J. (2010) Emprendizajes en cultura. Madrid: Traficantes de Sueños.
Sansi, Roger (2015) Art, Anthropology and the Gift. London: Bloomsbury Academic.
JARON ROWAN
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